• A los 96 años este maestro mantiene intactos sus recuerdos
• Se considera un orgulloso discípulo del filósofo Fernando González.
• Se internó diez años en la selva para saber y aprender de las lenguas indígenas
Ha pasado casi un siglo de existencia y el maestro Guillermo Abadía Morales, próximo a cumplir 96 años (8 de mayo de 1912), sigue tan lúcido como cuando siendo muy pequeño, a los seis años, se fue a la hacienda Salgado, en Sopó, Cundinamarca, de huida de las pestes que aquejaban a Bogotá.
Como todo un orfebre, acucioso, ordenado y aplicado, se levanta todos los días para ordenar su estudio, en su casa del barrio Chapinero, en la capital del país. Allí están sus tesoros: su compañera de más de cuatro décadas, la Remington 40, de la que dice le ha servido mucho pero que está llena de problemas. También están sus manuscritos, las poesías de Charles Baudelaire, algunos escritos de su maestro Fernando González, un mapa de Colombia con las tribus indígenas, un machete, un carriel, un escritorio y media docena de vitrinas abarrotadas de libros y documentos.
Es una tarde de domingo y el maestro abre el baúl de los recuerdos para traer anécdotas, recordar amigos, visitar selvas, ríos y atravesar montañas, esas mismas tierras que recorrió a pie y a lomo de mula para descubrir la diversidad de Colombia.
Su primer relato habla de la chichería, en Sopó. Con seis años, dice que se volaba de la misa dominical para ir a algo así como un sitio de encuentro, donde se sentaba a ver el correo de las brujas. Allí llegaba una mujer de cualquier pueblo, que la llamaban bruja porque hoy estaba en Sopó, mañana en Chía, después en Facatativa. Viajaba mucho a pié, pero la gente decía que tenía escoba y volaba como las brujas.
Los campesinos se reunían en la chichería a recibir el correo, como nadie escribía porque era analfabeta la gente, la mayor parte, sobretodo los campesinos no sabían ni leer, ni escribir la comunicación tenía que ser hablada. Así era como en la mitad de la chichería llamaban a cualquier persona para que recibiera mensajes como «le mandan a decir que el matrimonio va a ser en la semana santa del año entrante, que vaya preparando todo y hable con el cura para que sepa que usted se va a casar conmigo. Ya tengo la cama, aliste usted un baúl y prepárese entonces». Esa y otras narraciones las compiló en el libro El correo de las brujas.
En las tertulias
Pero también había tiempo para los amigos. Por eso, era común que el maestro Abadía se reuniera en el café Martignon y en la Gata Golosa, en Bogotá, con el filósofo Fernando González, a quien considera su mentor, además de León de Greiff, Ciro Mendía y Eduardo Castillo, entre muchos otros.
Allí era común recitar poesías, hablar del folclor colombiano y de la realidad nacional.
Y como si hubiera ocurrido ayer, el maestro menciona las historias de 1934, cuando se internó en las selvas colombianas con el fin de estudiar a fondo el modus vivendi de las tribus indígenas colombianas.
En este proceso tardó diez años, hasta 1944, tiempo durante el cual convivió con 17 tribus de diferentes familias lingüísticas. Al terminar su estudio clasificó por primera vez en Colombia a las 105 tribus indígenas en nueve familias lingüísticas, además de la localización exacta de las mismas a través de las coordenadas North-West, lo cual se conoce históricamente como «Clasificación Abadía» en honor suyo.
Esta investigación fue el punto de partida para el estudio etnográfico en la historia de Colombia. Dentro de este trabajo recopiló grabaciones magnetofonícas, únicas en su género, las cuales reposan hoy en su archivo particular. Una parte considerable del mismo se encuentra inédito y será publicado en un libro titulado «10 años de aventuras en la selva».
La vida del maestro Abadía también habla de su dedicación a la investigación y divulgación folclórica, a través de libros y programas de radio que realizó en la radiodifusora Nacional. También clasificó los instrumentos musicales organizando a la vez el Museo Organológico en la Universidad Nacional, donde enseñó por muchos años e inició a las nuevas generaciones en el estudio y proyección de las culturas populares colombianas.
Hoy pasa las horas entre sus libros, pergaminos y folletos. A su lado permanece su gran amor, su esposa Marina Rey Matiz, quien no lo desampara. Este Colombiano Ejemplar no para de recordar y recordar. Y allí sus nueve hijos guardan un lugar especial.