Andrés Jaramillo

Turismo | Persona

Andrés el dueño de la casa

Cuando Andrés tenía unos 22 años, soñaba con tener una novia rubia y un jeep descarpado. Después de varios meses logró conseguirse el jeep, pero Stella no era mona.

“Me llevé para Coveñas a la que no era rubia”. Se fueron en el jeep Suzuki y “yo me acuerdo que le dije a Stella que ojalá algún día, es como la proclama de Bolívar, tenga un sitio para atender a la gente, bajo un ambiente particular”.

Premonitorio quizá, dos o tres años después arrancó con Andrés Carne de Res. “Eso ya fue la bobadita de treinta años”. También se casó con Stella Ramírez.

Andrés Jaramillo es paisa. Su papá era antioqueño y su mamá boyancense. Desde los cinco años su familia se trasladó a Bogotá. Por eso, cuando le preguntan que de dónde es, allá, en la Capital, dice que es antioqueño de Chía, y acá, en Medellín, antioqueño de pura cepa.

De paisa tiene mucho. Sólo es recorrer un poco, ni siquiera más de dos metros, el restaurante. Andrés dice que su formación familiar tiene relación con las costumbres paisas y que la comida era parte fundamental de la familia.

“Tal vez molestaba que yo debí tener un ancestro dueño de alguna fonda en alguna montaña antioqueña, me imagino, por el gusto por colgar la cotidianidad”.

No colgarla, eso sí, de cualquier forma. Andrés es cuidadoso con la estética, y con todo, en general. No tiene que confesarlo, pero lo dice sin temor. Es obsesivo y tiene su neura, su manera de ser.

Todo el día regaña, todo el día anota. Después llega a la oficina y le comunica a los jefes las observaciones. También escribe, en sus palabras, poesía rabiosa. “Aparentemente me puedes ver como un patrón furioso. Exijo mucho al individuo, tampoco premio con abrazos, pero sí con un crecimiento de esa persona a través del tiempo”.

Sabe que esa obsesión y compulsión porque todo esté perfecto, es parte del éxito de Andrés Carne de Res. Ser permanentemente juicioso.

“Hay un amigo que, mamándome gallo, dice que yo soy la expresión del minimalismo antioqueño. Me parece que es una maravilla de definición estética que se maneja en Andrés. Quiere decir que cómo será realmente la expresión, si la mía es…”.

El restaurante es un ícono colombiano, con esencia propia. Ya no es sólo de él, porque se asoció, para que perdure en el tiempo, pero sin que pierda su poesía y su espíritu. Él se encarga de eso. Sabe, así lo dice, que la gente ha convertido su sitio en otra casa.

 Un niño grande

Andrés también juega. Estaba tratando de llegar a una conciliación con un grupo de comensales y se le ocurrió que era buena idea jugar con los pitillos. Les quitó un pedacito de papel en la punta, los hizo soplar y divertirse con la caída del resto de empaque sobre el piso. “Es una búsqueda permanente de los recursos que hay. Bueno, me da risa, aun cuando me critican a veces”. Andrés, además, es un niño.

Tiene cuatro hijos. Una mujer y tres hombres. “Las cuatros estrellitas, que ya están en su adolescencia”.

Stella es su esposa. Con ella ha crecido, cuenta, a través de muchas historias. Tristes y bonitas. “Y yo sostengo que es una maravilla, porque me ha aguantado”. Desde esa vez, que se la encontró en el bus y la siguió, anda enamorado. También se enoja con ella, que es filósofa, no de profesión, pero sí de afición. Ese día le dijo que se estaba volviendo un místico aburrido, “porque me ha dado por mirar mucho las matas”.

Andrés hace ejercicio por las mañanas, va a la oficina, trabaja feliz en un computador, por donde pasa va dando órdenes, tanto como saludos. A las personas le gusta verlo, decirle que la comida estuvo deliciosa. Sentir “que ahí está el dueño de la casa”.

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