Teresita Gómez y esos momentos de una vida ejemplar

La maestra, ganadora de EL COLOMBIANO Ejemplar en 1999, en la categoría Cultura-Persona, recuerda algunas anécdotas de su vida en los escenarios.

El Teatro Colón de Bogotá estaba lleno, repleto. Habrá sido hace treinta o cuarenta años, intenta hacer memoria la maestra. La orquesta se encontraba lista, el público también. En cambio ella, arrodillada, con las manos temblorosas y las lágrimas en su rostro, quería salir corriendo. No podía creer su mala suerte: la partitura, todo se le había olvidado de repente. No se acordaba de nada.
No era ya la novata que había comenzado a maravillar con su talento a mediados del siglo XX, tras haber realizado sus estudios de piano en la Universidad Nacional y luego como concertista y maestra en la Universidad de Antioquia. No, su magia ya había recorrido el país, el mismo Colón la había visto tocar en ocasiones anteriores. Ya todos, o la mayoría, sabían de “esa loquita, la negrita que toca el piano”, como recuerda que la describían algunas personas.
No había mucho más que hacer. Era tocar o huir. La segunda no era una opción muy viable. “Era aceptar el triunfo o el fracaso”, dice Teresita mientras insiste en que “todo, todo se me había olvidado”. Lloró, lloró más, “como un niño desamparado”. Afuera el público y la orquesta seguían esperando.
No recuerda bien cómo, ni qué la impulsó a pararse en medio del teatro, mucho menos qué la hizo recordar de repente la partitura, las piezas que debía interpretar aquella jornada. “Me fue divino”, dice con tono decidido. Fue como mirar al miedo de frente.
Aquella no fue la única vez en que el público colombiano la atemorizó. En otra ocasión, también en Bogotá, el susto le pasó después de una operación de sus manos. Era uno de sus primeros recitales posteriores a la intervención. El miedo la invadió justo antes de entrar en escena. Se lo comentó al maestro que la acompañaba. A diferencia del suceso en el Colón, esta vez Teresita tuvo el valor de enfrentarlo de entrada, sin rodeos.
“Salí, muerta del susto. Veía cómo me temblaban los pies, los dedos. Me concentré en el temblor. Iba tocando”. Todo ocurrió en un minuto. Y el miedo se fue.
No tiene claro por qué, pero ese fue su gran miedo. Ni en París ni Barcelona, tampoco en Hungría ni Bulgaria, en ninguna otra parte sintió tal sensación como en su propio país.  Quizás, es su percepción, le sucedía porque “en mi tierra, todos saben de mi historial”.

“Nada del otro mundo”

Teresita Gómez recibió el premio EL COLOMBIANO Ejemplar en la primera edición de este evento, en 1999, en la categoría Cultura-Personas. El reconocimiento la sorprendió, y entre su asombro y emoción, quizás pensó en que no lo merecía. “Tampoco era yo nada del otro mundo”, dice sin pretensión.
Veintidós años han pasado desde aquella entrega. En este tiempo, Teresita ha consolidado un legado musical que ha sido reconocido en vida por autoridades y entidades de todo tipo. Su obra ha recorrido el mundo entero. El 9 de mayo cumplió 78 años. La maestra aún conserva la misma energía que la ha caracterizado desde que Medellín supo de ella cuando residía en el Palacio de Bellas Artes junto a su familia. Allí bebió de las influencias de grandes maestros del arte, la música, el ballet, que han sido sus grandes pasiones.
El primer libro de piano se lo regaló la maestra Débora Arango cuando tenía ocho o nueve años. Esa mujer callada, sencilla, que parecía una monja, escuchó a su padre adoptivo, Valerio Gómez, quien oficiaba como portero de ese lugar, decirle que la niña necesitaba ese libro porque una profesora se lo había pedido. Allí comenzó parte de su historia con este instrumento.
Es poco lo que Teresita recuerda de aquella escena, como tampoco son claras hoy sus memorias sobre los encuentros con la artista. Su mente está congestionada de momentos, la mayoría son gratos. En su casa, Teresita escuchó música por primera vez a través de la radio y más grande lo hizo visitando la Biblioteca Pública Piloto y accediendo a las colecciones que esta resguardaba, ya que en casa no tenía cómo hacerlo. Su primer disco se lo regaló un alumno. Era del cantante argentino Sandro. Cuando su papá cerraba las puertas del Palacio de noche, Teresita se sentaba en el piano que este le abría y comenzaba a sacar sus primeras piezas a oído, inspirada en lo que escuchaba en la radio y en la Piloto.
Cuando toca el Wendl & Lung, uno de los tres pianos que tiene en su apartamento, ubicado en el décimo tercer piso de un edificio en La Playa con El Palo, en el centro de Medellín, los vecinos deliran. Cuando no lo hace, se lo reclaman. Lo hace custodiada por ocho ilustraciones de retratos de grandes músicos de la historia. Las hizo, y se las regaló, su amigo Gustavo Jaramillo. En ellas aparecen, entre otros, Antonín Dvorak,  Richard Wagner, Franz Liszt.  También la custodia Frida, una perrita que hace cuatro años es su única compañía, pues vive sola.
Cuando recibe visitas, en especial de sus hijas Adriana, a su vez su mánager, y Mirabay -su otro hijo, Vladimir, murió en 2000-, les cocina pastas de vegetales, también ajiaco.
Teresita es atrevida, goza tanto al frente del piano como en una pista bailando, a lo que se habría dedicado quizás si aquel libro que le regaló Débora, o el piano que a escondidas le abría su padre no la hubiesen inspirado. Tal vez nos habríamos perdido de su talento, o quizás, no lo sabemos, habríamos sabido de ella en otra escena.
Eso sí, somos afortunados de tenerla como una colombiana que da ejemplo con su pasión por las artes y la música.

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