“Los niños son quienes no me dejan desfallecer»

Ricardo Gómez fue elegido como EL COLOMBIANO Ejemplar en la categoría Solidaridad-Persona en 2012.

Cuando Ricardo viajó a Medellín para recibir el premio EL COLOMBIANO Ejemplar en 2012, imaginó que esa sería su mejor vitrina para visibilizar las necesidades que tenían los niños de Guapi. Cinco años antes se había instalado en este municipio del departamento de Cauca, recostado sobre la costa Pacífica en límites con Nariño, con la convicción de hacer algo por ellos desde su mejor saber: la educación.

Tras jubilarse como docente, Ricardo les ofrecía su acompañamiento en las jornadas posteriores a sus horarios académicos, con la intención de ayudarles a cumplir sus tareas, complementar o reforzar alguna lección o en ocasiones suplir el rol de las instituciones educativas con aquellos menores que, por diversas circunstancias económicas, personales o familiares, no tenían manera de asistir.

La tristeza fue enorme al no encontrar las respuestas o el impacto que él deseaba. En realidad, han sido catorce años de una lucha solitaria frente a la cual no ha desfallecido porque los niños no se lo permiten. Y no es porque se lo pidan expresamente, sino porque al ser testigo directo de sus necesidades, de sus carencias y del abandono en el que se encuentran –en todos los sentidos– no es capaz de abandonar su brega.

Devolverle algo a la vida

Ricardo no tenía ninguna obligación de presentarse en Guapi. Ni siquiera nació allá. Pero tras jubilarse, luego de una vida tranquila, sin lujos pero con la mayor parte de sus necesidades básicas resueltas, quería devolverle algo a la gente de su departamento, no por patriotismo sino porque siente una identificación muy marcada con el Cauca.

Con sus dos hijos, Julián y Ángela, ya grandes y haciendo sus vidas propias, Ricardo se estableció en este municipio que en 2018, según el Dane, registró el mayor índice de necesidades básicas insatisfechas en el Cauca (67,45 %). Un territorio “con una descomposición social, política y económica en la que no hay recursos ni inversión pública ni privada”.

Al principio de su carrera profesional había trabajado con niños, por tanto fue casi que un nuevo comienzo en su trayectoria. Llegó de la mano del Sena, se instaló entre la comunidad y creó una fundación para brindarles educación no formal a los niños.

“Había familias que no tenían ni para comprar un lápiz, papás que no sabían multiplicar o mamás que salían a trabajar en la madrugada y regresaban en las noches”. No es que los niños no quisieran ir a estudiar, es que no podían.

En esta década y media de servicio social, Ricardo solo ha recibido el respaldo de una fundación, Amigos Unidos, integrada por colombianas residentes en Orlando, EE. UU., quienes le envían ropa, alimentos y útiles.

Hace algunos años, más por algunas influencias personales que por motivación propia de las entidades, logró que un amigo le ayudara a que entidades oficiales le suministran bienestarina para entregarles a los niños. Cada mes recibía un saco, que repartía como podía en los grupos. Pero su “ficha” se jubiló y no volvió a saber nada de los apoyos.

“La pandemia ha sido feroz”

Motivos no le faltan a Ricardo para querer renunciar en ocasiones a su labor, pero insiste en que no es capaz de hacerlo. Antes de la pandemia acudían al centro entre treinta y cincuenta niños al día, a todos les brindaba el mismo trato, pero las restricciones de movilidad y los cierres de las instituciones educativas lo frenaron todo. Hoy, si mucho, cuenta diez niños, y eso cuando van en gran cantidad, porque por lo general van menos.

Ante la falta de apoyo, él mismo se ha convertido en el proveedor del material educativo que comparte con los niños. Algunos de los cuentos que estos leen son de su autoría. Recursividad y ganas no le han faltado.

Pero Ricardo, quien permanece todo el año en el municipio, quisiera que la historia fuera distinta. Es consciente de que estar en una región tan apartada del país dificulta el acceso de las ayudas (para llegar a Guapi no hay carreteras, solo salen un vuelo semanal desde Popayán y tres desde Cali, y la otra opción de transporte es en barco o lancha rápida desde Buenaventura que demoran entre 10 y 24 horas. Su esperanza es que su voz, algún día, tenga eco.

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