Cecilia Vargas Muñoz

Cultura | Persona

Del barro que vincula el arte con la tierra

A Cecilia Vargas Muñoz es posible encontrarla en el silencio de su jardín. Arrodillada bajo un árbol que es cobijo de los pájaros. Sabe de 22 especies diversas de aves para las que su casa es solaz, puro refugio.

Le gusta comer en una mesa de madera maciza frente a un ventanal inmenso. Despacio, sin afán, cocina con productos que ella misma procesa. Porque sus manos bien pueden cocer una vasija de barro, estrujar un estropajo o macerar el banano para una torta.

Son manos gruesas, musculosas, con las que ejercita la “memoria táctil”, la conexión entre su cerebro y la tierra. Por sus dedos pasa la barbotina, esa preparación de barro y agua, con la que da forma a la masa húmeda de la que puede salir el perfil de un Simón Bolívar o el talle de Manuelita Sáenz.

Pero ella no esculpe. Prefiere que el material revele su lado tosco, el perfil más bello. Como cuando trabaja el bahareque y, en una placa que deja tostar al sol, se revelan unas vetas cuarteadas, casi rojas.

Cecilia es una artista, pero “hace tiempo dejé de ser ceramista pirómana; ahora soy una ambientalista”.

Es directa. Sabe de quemas, basuras no recicladas, infiernos que vuelven tóxica el agua o humedales que se taponan con cemento. Su arte, todo, puede convertirse en materia orgánica para alimentar el suelo y hacer que salga de raíz una planta.

En su taller, recicla y junta materiales. Un recuadro de madera puede servirle de bastidor a una ventana de bahareque. Ella reutiliza y transforma… e investiga.

Ha dedicado años a estudiar los inmensos y extraños jeroglíficos denominados “petroglifos” que están al Sur de Colombia, en el Huila, donde nació.

Su casa, en Pitalito, está a cuarenta minutos del Parque Arqueológico de San Agustín. Desde ese espacio que ella ha conquistado con silencios y lecturas, emprende viajes de inmersión en una cultura o una técnica.

 Las culturas la inspiran

Hace un par de años le pidieron que recreara la vida diaria de algunas tribus precolombinas, entre ellos los zenúes, para el Museo del Oro. Y lo que descubrió le cambió la vida y la confrontó.

Ahora replantea la “cómoda manera del hombre de apropiarse del mundo”, y prefiere devolverle la magia con la que la sorprende a diario. Y actúa.

Hace 30 años compró un terreno al que bautizó La embarrada. Allí sembró árboles nativos y guaduas, y dejó que ese ecosistema creciera sin intervención.

Han sido “árboles que me regalaban las aves”, porque ellos, los pájaros, transportan las semillas que obran el milagro de una nueva vida.

Hace 11 años siguió con su proyecto. Compró tres hectáreas que llamó Ángel Verde, en el que hay una pequeña casa en bahareque, en la que hace actividades culturales y talleres.

Le encanta reunir a los más pequeños, incluida su nieta Isabela, a contarles de los ciclos vitales; y de como uno, adentro, vibra con el ritmo de lo natural.

Su obra es lenta. Sabe que la naturaleza “me responde maravillosamente”. Se abre a sus manos con agradecimiento. Casi que le sonríe.

Como lo hace el recuerdo de su madre, Aura Muñoz, una artista y ceramista nata. Con ella vivió la época de las Chivas de Pitalito, cuando decidió retomar ese ícono de la vida rural y volverla pura picaresca. Porque sus rostros, los que moldea, y las escenas que arma, no son pétreos, hablan. Están vivos.

Ahora sabe que no hubiera podido ser otra cosa. Una artista con un cordón umbilical que la ata a la tierra, al barro. Con ese vinculo vital crea. Solo le resta “vivir su vida como un acto de amor”, el que a diario la mueve.

Revive
las historias

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