Ana Rita se desvive por sus “carajitos, todos divinos”

“Mi abuela no me deja ver a mi mamá porque es trabajadora sexual”, le dijo el niño a Ana Rita Russo de Vino en una conversación privada que sostuvieron en Quetame, municipio de Cundinamarca, posterior al sismo de mayo de 2008 que afectó a esta población.
Ella acudió a la zona en su rol de directora de Un Pisotón, el programa de desarrollo psicoafectivo y de educación emocional de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Habían visitado la zona en conjunto con la Fundación Santo Domingo para participar en el trabajo de recuperación y atención de los niños damnificados por el movimiento telúrico.
El niño venía con los zapatos rotos, la ropa en mal estado y se le notaba que la situación en su casa lo afectaba, tanto que la restricción que su abuela le había impuesto le generaba sentimientos encontrados hacia su madre.
Antes de la charla con Ana el menor les había compartido parte de su historia familiar a quienes hacían parte de la comitiva de Un Pisotón y la Fundación. Estos, a su vez, se la narraron a Ana y le señalaron la necesidad de que intercediera y hablara con él, dado el contexto de la situación que le ocurría.
A través de Ana, el niño conoció más acerca de Pisotón, el hipopótamo que protagoniza las historias, el material educativo y las intervenciones de este programa creado por Ana hace veinticinco años –en realidad los cumplirá en 2022–.
Gracias a este personaje fue que ella logró identificar las causas de sus rabias, de sus iras, de sus angustias, pero también a trabajar sus emociones.
Meses después, cuando Ana regresó a Quetame para realizar la graduación del grupo de niños e instructores que participaron del proceso, comenzó a buscar entre los asistentes al pequeño de los zapatos rotos, pero no lo encontraba. De repente, cuál no sería su sorpresa cuando lo vio venir vestido de esmoquin, “divino”.
El niño se abalanzó sobre Ana, la saludó de beso en la mejilla y le dijo: “¡Gracias, ya puedo ver a mi mamá!”.

EL DESARROLLO EMOCIONAL

Ana Rita, barranquillera, tiene 64 años y es hija de italianos. Por poco se va por las ramas de las ingenierías y las matemáticas, de hecho sus cuatro hermanos –tres mujeres– son administradores, pero ella optó por las ciencias humanas. Se graduó como psicóloga clínica de la Universidad del Norte, institución en la cual dirige la maestría en Psicología Clínica y el programa Un Pisotón.
Una de sus primeras inquietudes cuando aún estaba en la universidad –tal vez 17 o 18 años– era ver cómo las personas discriminaban entre las emociones positivas y las negativas. Que les daba pena decir que sentían rabia, miedo, tristeza, envidia o celos, pero no sentir amor, alegría o seguridad.
Una vez acudió a una institución educativa que atendía niños con discapacidad auditiva y notó que en los descansos no realizaban ninguna actividad recreativa ni contaban con elementos para divertirse.
Le dio tan duro que decidió sumarse a una moda de esa época en la ciudad, que era hacer cafés conciertos para recolectar fondos, y consiguió recoger el dinero que les permitió luego instalar un parque en el que los niños pudieran divertirse en sus recreos.
A partir de esa fecha, y aún hoy, adquirió un apodo que para nada le choca: “Rifas, juegos y espectáculos”, pues le nacía organizar todo tipo de actividades para ayudar a a sus “carajitos, todos divinos”, como les dice en un lenguaje costeño encantador y envolvente.
Esa experiencia, producto de una circunstancia casual y no planeada, detonó en Ana algo que ya venía considerando en su interior y que terminó siendo su lugar en el mundo: la atención de niños inmersos en condiciones de vulnerabilidad. Con el valor agregado de trabajar desde edades muy tempranas en su educación emocional, aunque también con quienes están en permanente contacto con ellos: sus papás, sus familiares y, muy importante, los formadores.


“Los niños son muy pequeños para tener las herramientas y hacerles frente a sus emociones, pero muy grandes para saber lo que está pasando. Si llegamos en el momento de su desarrollo en que no hay aún una estructura mental, los niños empiezan a tener algo que se llama la identificación con el agresor”, sostiene Ana.
Una de sus metáforas, que las repite todo el tiempo, es que los niños tienen una tienda de disfraces que abren cuando están en posición defensiva, que ella llama defensa psíquica. Y cuando está en sus ejercicios académicos, a los maestros, a las madres y a los instructores trata de orientar siempre con un consejo: “Miren detrás del disfraz del niño, ahí está el dolor oculto”.
Pisotón, el hipopótamo, nace como un facilitador del desarrollo con el que Ana quiso que los pequeños no solo se identificaran con las situaciones que el animal narraba en sus historias, sino que recibieran orientaciones acerca de cómo resolverlas mediante un relato vivencial.
“Cuando el niño lee a Pisotón se identifica con él porque está enojado y reconoce que la rabia es normal, pero él ya trae una historia de enojos. Entonces a través de un psicodrama se le plantean otras rabias que tenía el personaje y el menor ve reflejada su propia historia en él. A través de las asociaciones se va entendiendo cuál es el camino y se generan unas psicoacciones y a pinchar la nube negra que está empañando su camino”, sostiene Ana.
Su trabajo en este cuarto de siglo ha trascendido en la mayoría de las regiones del país, y uno de los logros que espera concretar pronto es que sea sancionada una ley de obligatoriedad de la educación emocional en Colombia, una lucha sin armas que quiere seguir brindando con los resultados de su labor durante todo este tiempo.

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